El
horror al vacío le producía un miedo equiparable al de la propia soledad que le
asolaba. Todo lo veía gris, el paso de los años también. Dicen que la gente
cambia y, a veces, evoluciona. El destino, si es que se cree en él, ni cambia
ni evoluciona. Aposentado en su sofá viejo pensaba en la monotonía de la ciudad
y en el continuo devenir de las cosas. Se preguntaba acerca de su futuro, si es
que lo llegaba a tener; creía suficiente en el porvenir aunque fuese un calco
de lo que había sido el día anterior.
Pensaba,
porque pensar es evadirse adentrándose en un explícito y riguroso tema que nos
preocupa, nos alegra o nos entristece. Reía, pero no por felicidad sino porque
a pesar del tedio, a pesar del ser solitario que era, a pesar de todas las
cargas y sentimientos que poseía, a pesar de todo ello, entreveía un mañana envidiable,
un futuro mejor. Sentía, porque sentir es propio de todo ser humano. Sentía
rabia por no ser el hombre ideal, sentía pena por no tener una vida llena,
sentía resignación por no tener aquello que tanto anhelaba. Sentía alegría
cuando se miraba al espejo porque veía en él un rostro frustrado por el pasado,
orgulloso por su presente pese a sus circunstancias, y soñador por su futuro.
Siempre
tuvo un pensamiento muy positivo de todo lo negativo que habitaba en su
interior. No pudo cambiar el curso de las cosas, porque estas, por su
naturalidad, acaban y mueren. Él, tampoco cambió; decidió ser quien fue
siempre, y así es como sin ser el prototipo de hombre ideal, fue feliz.
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