martes, 26 de febrero de 2013

Horror vacui.


El horror al vacío le producía un miedo equiparable al de la propia soledad que le asolaba. Todo lo veía gris, el paso de los años también. Dicen que la gente cambia y, a veces, evoluciona. El destino, si es que se cree en él, ni cambia ni evoluciona. Aposentado en su sofá viejo pensaba en la monotonía de la ciudad y en el continuo devenir de las cosas. Se preguntaba acerca de su futuro, si es que lo llegaba a tener; creía suficiente en el porvenir aunque fuese un calco de lo que había sido el día anterior.
Pensaba, porque pensar es evadirse adentrándose en un explícito y riguroso tema que nos preocupa, nos alegra o nos entristece. Reía, pero no por felicidad sino porque a pesar del tedio, a pesar del ser solitario que era, a pesar de todas las cargas y sentimientos que poseía, a pesar de todo ello, entreveía un mañana envidiable, un futuro mejor. Sentía, porque sentir es propio de todo ser humano. Sentía rabia por no ser el hombre ideal, sentía pena por no tener una vida llena, sentía resignación por no tener aquello que tanto anhelaba. Sentía alegría cuando se miraba al espejo porque veía en él un rostro frustrado por el pasado, orgulloso por su presente pese a sus circunstancias, y soñador por su futuro.
Siempre tuvo un pensamiento muy positivo de todo lo negativo que habitaba en su interior. No pudo cambiar el curso de las cosas, porque estas, por su naturalidad, acaban y mueren. Él, tampoco cambió; decidió ser quien fue siempre, y así es como sin ser el prototipo de hombre ideal, fue feliz.

domingo, 24 de febrero de 2013


No, definitivamente no fue la noche que él esperaba. Pudo haberla sido, pudo haber sido la que con tantas ansias él había planeado hasta el más minucioso detalle. Lo tenía todo: galán, elegante, educado, cauto y culto. No por ello pasó inadvertido para la que él todavía consideraba como su primer y único amor. La estancia era ideal, con esa música intangible recorriendo las paredes del habitáculo. En una pared, colgaba un cuadro en el que aparecía una mujer con los pechos desnudos alzando en alto la bandera gala. En la otra pared, se podía vislumbrar un retrato de un filósofo con tez pálida y mirada desafiante, con unas pequeñas manchas en la parte derecha de la representación. Era una habitación cuyo color verde pálido le daba ese toque de ambiente lúgubre y misterioso. El suelo de parquet estaba muy limpio, como si apenas nadie lo hubiese pisado antes. A grandes rasgos, era un espacio sin grandes ornamentos que conseguía la perfección a través de la simplicidad. Estaba iluminado por una lámpara situada en una mesa próxima a Pablo, que permitía alumbrar el costado izquierdo de su rostro. Los dos yacían en el cómodo sofá, vulnerables a cualquier palabra, indefensos contra aquel mezquino silencio que tanto odiaban a veces. Tal vez la complicidad en las miradas marcó un juego de vocablos inaudibles e insonoros que solo ellos supieron interpretar. Era tal la perspicacia de los dos, que podría jurar que aquella noche de luna menguante acabó con las vidas de Pablo y Clara al instante, sin darles tiempo a recobrar el sentido del raciocinio ni siquiera a articular sus últimas desdichadas palabras que tanto afecto producían tiempo atrás.
Fueron títeres de unos sentimientos que les hicieron llorar de alegría algunas veces, y hacer lo propio de tristeza las otras. Dibujaron un destino que, a priori, se asemejaba al más idílico porvenir jamás visto ni oído; juzgaron sus días venideros sin temor a lo que pudiese suceder. Eran dos mundos dentro de una galaxia donde los pensamientos y los sentidos de cada uno permanecían firmes como las estrellas lo hacen en el cielo de la noche oscura. Perdieron la razón: les venció el corazón. Amor omnia vincit.